jueves, 16 de junio de 2011

La aterradora verdad de las nuevas tecnologías

En películas, en televisión, y en los libros, los robots asechan la tierra, en busca de víctimas humanas. La tecnología de la que dependemos está fracasando. Nuestra civilización arde en llamas.

Mientras consideramos la enésima ronda de mejoras de teléfonos celulares de última generación, sentimos que una sensación de intranquilidad se acomoda sobre nuestros hombros. El temor fluye a través de cada aparato nuevo que ingresa a nuestras vidas: más nuevo, más brilloso, más rápido. Esta vez en color blanco.

En algún momento, usted probablemente dejó de preguntarse a dónde se habían ido todos los teléfonos públicos. Lo han escuchado decir: "¿Puedo hablar con un humano, por favor?". Quizás hasta a contemplado preguntas más profundas, como: ¿qué diablos hace Twitter?

Creemos que le tenemos miedo a la tecnología. Pero realmente tenemos miedo de hacernos viejos.

Cumplí 33 años este año, lo suficientemente grande para temer ser bombardeado por lo nuevo. Por mi parte, canalicé mi temor y mis preocupaciones hacia una novela llamada "Robopocalipsis". El libro trata de, bueno... en la cuarta o quinta sílaba del título, uno debería comenzar a entender el meollo de la trama.

"Robopocalipsis" se suma a una tradición orgullosa de cuentos tecno-apocalípticos, que van desde Ícaro, al monstruo Frankenstein, y para muchos una criatura radioactiva gigante que aterrizó en las calles de Tokio. Y luego, por supuesto, está Terminator.

El temor a la arremetida interminable de aparatos nuevos no es nada novedoso. La radio, el teléfono, Facebook; cada una de estas invenciones cambió el mundo. Cada una asustó a una generación mayor. Y cada una fue inventada por personas de entre 20 y 30 años.

Mark Zuckerberg no creó Facebook para personas con hijos e hipotecas. La tecnología es creada por los jóvenes, para los jóvenes. Los jóvenes se deleitan con nuevos aparatos. Los usan para sacarse fotos lascivas de ellos mismos, aunque esto obviamente sea una muy mala idea. Ellos son los que no tienen miedo.

¿Por qué los jóvenes logran tener éxito, dejando de lado manuales de instrucciones y se meten de lleno sin contemplaciones?

Viktor Koen

Por suerte, Jean Piaget, uno de los primeros psicólogos desarrollistas, descubrió parte de este rompecabezas hace años.

Piaget observó a sus propios hijos y cómo adquirían rápidamente conjuntos de destrezas relacionados a la manipulación de objetos a su alrededor. Destrezas como tomar una galleta y llevársela al agujero de su boca. Estas habilidades son el punto de inicio para explorar un mundo diverso y que no deja de cambiar. Piaget las llamó figuras.

Y una figura está diseñada para evolucionar. Cuando son expuestos a algún objeto nuevo, los infantes no comienzan de cero. Eligen una figura existente y la ponen en práctica. Con un repertorio más bien limitado, se puede prever que los infantes ejerciten la figura de "tomar y sumar" bastante a menudo, a medida que exploran el mundo (por esto no se permite que un bebé sin supervisión se acerque a la comida del gato). Este proceso de aplicar una figura existente a un objeto nuevo es lo que Piaget llamó asimilación.

Para los adultos, la asimilación es una respuesta perfectamente natural a las nuevas tecnologías. Y como consecuencia, a menudo entendemos todo mal. Este probablemente sea el motivo por el que una vez encontré a mi abuelo hablándole al ratón de una computadora como si fuera el micrófono de un radio de onda corta. Yo tampoco es que sea mejor. Hace unos años compré una máquina de escribir manual a la antigua para escribirle cartas de amor a mi entonces novia (hoy, esposa; ¡gracias, tecnología de los años 50!). Pero cada vez que me sentaba a usar esa vieja Olivetti, me sentía extraño. Algo estaba mal. Fuera de lugar.

Finalmente, me di cuenta de que el problema era que quería oprimir su (inexistente) botón de encendido.

Resulta que mi figura sobre teclados se formó en los años 80. Todos los aparatos de esa época requerían de un enchufe o baterías. Qué tonto, pensé. Y sin embargo... la necesidad de encender mi máquina de escribir no desapareció. Entendí lo que se sentía simplemente no entender una tecnología.

Los jóvenes no se sienten así. Cuando el infante de Piaget encuentra un objeto que no encaja en una figura existente, la acomodará para que encaje con el nuevo objeto. Este proceso que Piaget llamó adaptación es lo que el resto de nosotros llama aprender. Todos tienen las herramientas necesarias para adaptarse.

La gente joven se adapta con rapidez a las cosas más absurdas. Considere la red social Foursquare, en la cual la gente no sólo hace pública su ubicación ante todo el mundo por iniciativa propia sino que también recibe medallas tontas por hacerlo. Mi primer impulso fue ignorar Foursquare, por el resto de mi vida, si es necesario.

Y ese es el problema. A medida que pasan los años, el proceso de adaptación se vuelve mucho más lento. Lamentablemente, dependemos de oleadas alternadas de asimilación y acomodación para adaptarnos a un mundo que cambia constantemente. Para Piaget, este balance entre lo que hay en la mente y lo que hay en el ambiente es llamado equilibrio.

Es bastante obvio cuando se rompe el equilibrio. Por ejemplo, mi abuela tiene números de teléfonos pegados con cinta adhesiva a su teléfono celular. Como ella creció con una agenda de papel con todos sus números telefónicos al lado del teléfono, no entiende del todo el concepto de ingresar los números al teléfono.

¿Por qué somos tan nostálgicos por la tecnología con la que crecimos? La gente mayor dice cosas como: "Esta tecnología nueva es estúpida. Me gustaba más tal tecnología (nueva, digital) cuando se llamaba tal otra cosa (vieja, analógica). En mi época...". Lo que lleva inexorablemente a decir: "Simplemente no lo entiendo".

Un ejemplo: en una reciente conferencia de ciencia ficción, una mujer me contó que llevó su camioneta Volkswagen a lo más profundo del bosque de Oregon. Cuando la camioneta se descompuso, ella y su marido pudieron arreglarla con una percha y un pedazo de madera. Su punto era que ahora sería necesaria una computadora portátil.

Pero, ¿saben qué? ya no fabrican las viejas camionetas Volkswagen. Y todas las ramas del mundo no podrían arreglar su Nissan Leaf último modelo.

Por supuesto que es posible que la gente mayor se adapte a los nuevos avances tecnológicos. La gente lo hace todo el tiempo. Sólo hace falta una determinación persistente para obligarse a uno mismo de forma consciente a interactuar con cada nueva oleada de tecnología, sin importar cuán insípida parezca. Sólo a través de un esfuerzo extenuante e intenso es posible esperar entender o pertenecer al nuevo mundo que está emergiendo constantemente (y groseramente).

"¿Y qué?", podría preguntar. Esos jóvenes se pueden quedar con su preciada Internet.

No digo que sea obligatorio estar al día. Pero en el momento en que se elige dejar de crecer, el mundo comienza a encogerse. Podrá comunicarse con menos gente, en especial los jóvenes. Sólo verá repeticiones en TV. No comprenderá cómo pagar por las cosas. El mundo exterior se convertirá en un lugar atemorizante e impredecible.

Como dicen, la única constante es el cambio.

Cada generación nueva construye sobre el trabajo de la anterior, y gana una nueva perspectiva. Aparecen verbos nuevos para expresar lo que hacemos en Google, Twitter o Facebook.

Yo, por mi parte, no quiero quedarme atrás.

Mi plan es buscar las señales de que me estoy comenzando a calcificar. Habrá un momento cuando me digo a mí mismo: "¿Un multimillonario de 20 años inventó una palabra sin sentido y se supone que debo memorizarla? Ni modo".

Cuando esa clase de pensamientos se cuelen en mi cerebro cada día más viejo cuando sostenga algún mágico aparato nuevo en mis manos llenas de venas, me tragaré mi confusión y enojo. Haré un esfuerzo, intentaré descifrarlo, e incluso intentaré disfrutarlo.

Haré mi mejor esfuerzo por mantener la fe en que con cada día que pase, la tecnología sigue teniendo sentido. No solía ser más simple. No era mejor antes. No es inútil.

Simplemente me estoy poniendo viejo, maldición.

—Wilson es autor de la nueva novela "Robopocalipsis".

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