sábado, 3 de diciembre de 2011

La PC ha muerto

El poder está cambiando de manos rápidamente: de los usuarios finales y los creadores de software a los vendedores de sistemas operativos.
La PC ha muerto. El aumento del número de aparatos móviles, ligeros y basados en la nube no representa simplemente un cambio formal. Más bien estamos viendo un traspaso de poder sin precedentes de los usuarios finales y los desarrolladores de software a los vendedores de sistemas operativos, e incluso quienes mantienen sus PCs se están viendo arrastrados. Este cambio que se está produciendo es un poco a mejor y un mucho a peor.
La transformación es de producto a servicio. Las plataformas que solíamos adquirir cada cierto tiempo -por ejemplo los sistemas operativos- se han convertido en relaciones continuas con los vendedores, tanto para los usuarios finales como para los creadores de programas. Escribí sobre este cambio inminente que está impulsado por un deseo de mayor seguridad y comodidad en mi libro de 2008 The Future of the Internet - and How to Stop It (El futuro de internet y cómo pararlo).
Durante décadas hemos disfrutado de una forma fácil para que la gente creara programas y los compartiera o se los vendiera a los demás. La gente compraba ordenadores para uso general, las PCs, entre los que incluyo los Mac. Esas computadoras venían provistos de sistemas operativos que se encargaban de cubrir lo básico. Cualquiera podía escribir y ejecutar software para un sistema operativo dado y aparecieron incontables variedades de hojas de cálculo, procesadores de texto, programas de mensajería instantánea, buscadores de Internet, correo electrónico y juegos. Ese software iba desde el más sublime hasta el más absurdo, pasando por el más peligroso. Y el único árbitro era el buen gusto y el sentido común del usuario, con la ayuda de algún amigo enterado y los programas antivirus. (Esto funcionó mientras los propios programas antivirus no fueron maliciosos, un fenómeno que resultó ser angustiantemente frecuente).  
Escoger un sistema operativo era un poco una especie de salto al vacío: puesto que los programas estaban atados a él, escoger entre Windows y Mac, por ejemplo, implicaba una decisión a largo plazo entre las distintas colecciones de software disponibles. Incluso si un desarrollador de software ofrecía versiones de sus programas para cada sistema operativo, cambiar de un sistema operativo a otro implicaba tener que comprar ese software de nuevo.
Esta es una de las razones por las que durante casi dos décadas hubo un sistema operativo dominante. La gente tenía Windows, así que los desarrolladores querían escribir programas para Windows, lo que hacía a su vez que más gente quisiera comprar Windows, lo que lo hacía aún más atractivo para los desarrolladores, etcétera. En la década de 1990, tanto el gobierno de Estados Unidos como los de algunos países europeos atacaron a Microsoft en una legendaria, y sin embargo, a día de hoy, fácilmente olvidable batalla antimonopolio. ¿Su queja principal? Que Microsoft había inclinado la balanza a su favor en la competencia  entre su buscador, Internet Explorer y el de su principal competidor, Netscape Navigator. Microsoft hizo esto ordenando a los fabricantes de PCs que se aseguraran de que Internet Explorer estuviera listo y esperando al usuario en su escritorio cuando éste desempaquetara y enchufara el aparato, lo quisieran los fabricantes de la PC o no. A Microsoft no le importaba que Netscape se siguiera ofreciendo con Windows. Años de disputas y océanos de documentos legales pueden resumirse en un pecado original básico: un fabricante de sistemas operativos había favorecido indebidamente a su propia aplicación.
Cuando salió el iPhone en 2007, su diseño era mucho más restrictivo. No se permitía ningún tipo de programación externa en el teléfono, todo el software que contenía era de Apple. Esto no provocó ni asombro ni objeciones porque se trataba de un teléfono, no un ordenador, y la mayoría de los teléfonos se encontraban en la misma situación. Esperábamos que los ordenadores fuesen plataformas abiertas -y nos costaba imaginarlos de ninguna otra forma- y veíamos los teléfonos más como un electrodoméstico, más parecido a radios, televisiones y cafeteras.
Luego, en 2008, Apple presentó un kit de desarrollo de software para el iPhone. Se invitaba a desarrolladores ajenos a la empresa a escribir código para el teléfono, igual que llevaban años haciendo para los sistemas operativos de Windows y Mac. Con una excepción épica: los usuarios podían instalarse programas en el teléfono solo si era a través de la tienda de aplicaciones para iPhone de Apple, la App Store. Apple debía acreditar a los desarrolladores y luego cada aplicación individual podía ser vetada o no, en principio mediante estándares que solo se podían deducir de lo que conseguía aprobarse. No se permitían, por ejemplo, las aplicaciones que imitaban o incluso mejoraban las propias aplicaciones de Apple.
El pecado original detrás del caso de Microsoft empeoró. El tema no era si era posible comprar un iPhone sin el buscador de Apple, Safari. Era que no se permitía ningún otro buscador o, si se permitía, solo sería con el consentimiento tácito de Apple. Y el 30 por ciento del precio de cada aplicación vendida para el iPhone (y luego de las “compras dentro de la aplicación”) iría a parar a Apple. Ni siquiera Microsoft, famoso por defender sus intereses, se atrevió jamás a tasar cada fragmento de software escrito por otros para Windows, quizá porque en ausencia de un acceso constante a Internet en la década de 1990 mediante el cual se pudieran manejar compras y licencias, no había una forma realista de conseguirlo.
Avanzamos 15 años, eso es justamente lo que ha hecho Apple con su tienda de aplicaciones.
En 2008 había motivos para creer que esta situación no era tan grave como el comportamiento de Microsoft en las guerras de los buscadores. Para empezar, la cuota de mercado de los teléfonos de Apple no se acercaba ni de lejos a la preponderancia de Microsoft en el campo de los sistemas operativos para PCs. En segundo lugar, si no pasaba nada por que el iPhone de 2007 (y sus numerosos homólogos) tuviera un sistema completamente cerrado, ¿cómo podía estar mal tener un teléfono parcialmente abierto a los desarrolladores externos? En tercer lugar, si bien Apple rechazaba muchas aplicaciones por cualquier motivo -algunos desarrolladores tenían tanto miedo a ser decapitados que confesaron no hablar mal de Apple en público- en la práctica, se dejaban pasar cientos de aplicaciones, cientos de miles, de hecho. Por último, las restricciones de Apple siempre tenían un buen motivo aparte del deseo de controlar de la empresa: la cantidad cada vez mayor de programas maliciosos que significaban que el panorama de las PCs estaba pasando de la anarquía al caos. Darle a una tecla equivocada o hacer un clic de ratón cuando no correspondía en una PC podía poner todo su contenido a disposición de un creador de virus. Apple estaba decidida a que no le sucediera lo mismo con el iPhone.
Para finales de 2008 había aún más motivos para relajarse: se inauguró Android Marketplace de Google, creando competencia para el iPhone con un modelo de desarrollo de aplicaciones por terceros que era un poco menos paranoico. Los desarrolladores aún tenían que registrarse para poder ofrecer su software en Marketplace, pero una vez registrados podían subir los programas inmediatamente, sin necesidad de recibir el visto bueno de Google. Seguía habiendo una cuota del 30 por ciento sobre las ventas y las aplicaciones que trasgredían los límites de lo razonable se podían retirar con efectos retroactivos. Pero esta tienda tenía y sigue teniendo una gran válvula de seguridad: los creadores pueden regalar o vender sus productos a los propietarios de terminales operadas con Android sin tener que usar Marketplace. Si no les gusta la política de Marketplace, no implica que tengan que renunciar a acceder a los usuarios de Android para siempre. En la actualidad, la cuota de mercado de Android es sustancialmente mayor que la de el iPhone. Evidentemente, esa cuota se invierte en el campo de las tabletas, actualmente el 97 por ciento del tráfico Web de tabletas corresponde a los iPads. Pero como se lanzan nuevas tabletas constantemente, siendo la última novedad el Kindle Fire, un aparato basado en Android, el campo de las tabletas se podría considerar lo que los expertos en monopolios denominan un “mercado disputable”, que es el que te interesa tener si vas a sufrir un dominio del mercado por un único producto para empezar. Al rey se le puede destronar.
Con todos estos desarrollos y respuestas positivos entre 2007 y 2011, ¿por qué deberíamos preocuparnos?
Los motivos más importantes tienen que ver con el efecto bola de nieve de la replicabilidad del contexto del iPhone. El modelo de App Store llega en forma de rebote al PC. Ahora existe una App Store para el Mac igual que las del iPhone y el iPad y conlleva la misma serie de restricciones. Algunas restricciones, aceptadas como normales en el contexto de un teléfono móvil, resultan menos familiares en el panorama de las PCs.
Por ejemplo, al software para la App Store de Mac no se le permite hacer que el entorno Mac tenga un aspecto distinto al establecido de inicio por Apple, algo que resulta irónico en el caso de una empresa cuyo lema durante muchos años consistía en animar a la gente a que pensaran de manera diferente. Los desarrolladores no pueden añadir un icono para su aplicación ni en el escritorio ni en el dock sin el permiso del usuario, lo que suena increíblemente parecido a lo que causó tantos problemas a Microsoft. (Si bien con Microsoft el problema era la prohibición de eliminar el icono de Internet Explorer, Microsoft no intentó impedir que se añadieran los iconos correspondientes a otro software, bien instalado por el fabricante de la PC, bien por el propio usuario). Los desarrolladores no pueden duplicar funcionalidades que ya estén en oferta en la tienda. No pueden licenciar su trabajo como Software Gratuito, puesto que esos términos de licencia entran en conflicto con los de Apple.
Las restricciones respecto a contenido son un territorio sin explorar. En el cenit del dominio del mercado por parte de Windows, Microsoft no jugaba ningún papel a la hora de determinar qué software podía operar o no en sus máquinas, mucho menos aún qué contenido dentro de ese software podía ver la luz de la pantalla. El humorista gráfico y premio Pulitzer Mark Fiore sufrió el rechazo de su aplicación para iPhone porque su “contenido que ridiculiza a figuras públicas”. Fiore era lo suficientemente conocido como para que el rechazo llamara la atención y posteriormente Apple cambió su decisión. Pero el hecho de que las aplicaciones deban enfrentarse regularmente a un proceso de aprobación en realidad enmascara lo extraordinario de la situación: empresas de tecnología se están dedicando a aprobar uno a uno el texto, las imágenes y los sonidos que se nos permiten encontrar y vivir en nuestras puertas de entrada más comunes al mundo de la red. ¿Por qué vamos a querer que el mundo de las ideas funcione así, y por qué vamos a pensar que el simple hecho de que haya competencia entre empresas tecnológicas -cada una con el poder de censurar- resuelve el problema?
Esto es especialmente perturbador en un momento en el que los gobiernos se han dado cuenta de que este marco facilita inmensamente su propia actividad censora: lo que antes era una ardua tarea para impedir la distribución de libros, panfletos y posteriormente sitios web, se está convirtiendo en unas cuantos avisos de retirada de contenido para un puñado de porteros digitales. De repente, el contenido desagradable puede desaparecer simplemente presionando a una empresa de tecnología. Cuando Exodus International -“movilizando el cuerpo de Cristo para administrar su gracia y verdad a un mundo impactado por la homosexualidad”- lanzó una aplicación que, entre otras cosas, arremetía contra la homosexualidad, sus opositores no solo la valoraron mal (había dos votaciones con una estrella por cada votación con cinco estrellas), sino que también escribieron una petición a Apple para que retirara la aplicación. Y Apple lo hizo.
Evidentemente, la App Store para Mac, al contrario que su homóloga para iPhone y iPad, no es la única forma de conseguir software (y contenido) para un Mac. Por ahora aún puedes instalarte software en un Mac sin usar la tienda. E incluso en los más restringidos iPhone y iPad, siempre te queda el buscador: Apple puede vigilar el contenido de las aplicaciones -y por lo tanto hacerse responsable de él- pero nadie cree que Apple debería dedicarse a restringir qué páginas web pueden ver los usuarios de Safari. Lanzo una pregunta para quienes firmaron la petición en contra de Exodus: ¿firmarían una petición exigiendo que Apple impidiera a los usuarios de iPhone y iPad acceder a la web de Exodus en Safari? Si la respuesta es no, ¿en qué se diferencia de lo solicitado?, ya que Apple podría programar Safari para poner en marcha ese tipo de restricciones. ¿Tiene sentido que haya capítulos de South Park disponibles para descargar en iTunes, pero la aplicación de South Park con el mismo contenido se prohibiera en la tienda de aplicaciones?
Dado que las aplicaciones externas aún pueden funcionar en un Mac y en Android, merece la pena preguntarse qué hace que las App Stores de Apple y el Marketplace sean tan dominantes y lo suficientemente atractivas para que los desarrolladores estén dispuestos a sufrir el proceso de aprobación y perder un 30 por ciento de los ingresos en vez de simplemente vender sus aplicaciones directamente a los usuarios. El iPhone restringe el código externo, pero aún así, en muchos casos, los desarrolladores podrían conseguir ofrecer funcionalidad a través de una página web accesible desde el buscador Safari. Pocos desarrolladores escogen este camino y hay trabajo por hacer para distinguir qué separa la regla de la excepción. The Financial Times es un proveedor de contenidos que retiró su aplicación de la App Store para iOS para evitar tener que compartir los datos de sus clientes y sus beneficios con Apple, pero es de los pocos que lo ha hecho.
La respuesta quizá resida en puntos aparentemente triviales. Incluso uno o dos clics de más pueden disuadir a un usuario de consumar lo que pretendía hacer, una lección en la que se hizo hincapié en el caso de Microsoft, en el que la disponibilidad de Internet Explorer en el escritorio se veía como una ventaja frente a que los usuarios tuvieran que descargarse e instalar Netscape. Lo que está instalado por defecto es todopoderoso, una idea confirmada por el valor de los acuerdos para designar qué motor de búsqueda usará un buscador cuando se instala por primera vez. Dichos acuerdos proporcionaron el 97 por ciento de los ingresos del creador de Firefox, Mozilla, en 2010, 121 millones de dólares (unos 90 millones de euros). La válvula de seguridad de las aplicaciones “que van por libre” parece menos útil cuando se conduce sin apenas esfuerzo a la gente a App Stores y Marketplaces para conseguir sus aplicaciones.
La seguridad también es un factor, los consumidores están dispuestos a entregar el control sobre su código a los vendedores de sistemas operativos cuando ven tanto software malicioso suelto. Hay toda una serie de métodos posibles para enfrentarse al problema de la seguridad, alguno de los cuales incluyen un fenómeno denominado caja de arena, que es ni más ni menos que ejecutar el software en un entorno protegido. Pronto este método se exigirá a las aplicaciones de la App Store de Mac. Más información sobre el sistema de la caja de arena y un debate sobre los puntos a favor y en contra del mismo se pueden encontrar aquí.
El hecho es que los desarrolladores de hoy están escribiendo código con la idea no solo de que les acepten los consumidores, sino también los vendedores. Si un codificador tiene algo interesante que enseñar querrá que esté en Android Marketplace y la iOS App Store, que no son intercambiables. Ambos mercados colocan al creador de código en una relación a largo plazo con el vendedor del sistema operativo. Al usuario se le pone en la misma situación: si cambio de iPhone a Android, no puedo llevarme mis aplicaciones y viceversa. Y como el contenido pasa por el embudo de las aplicaciones, quizá signifique que tampoco puedo llevarme mi contenido o, si puedo, solo será porque hay otro portero más como Amazon con una aplicación en más de una plataforma agregando contenido. De la potencialmente asfixiante relación con Apple o Google o Microsoft solo se escapa gracias a un nuevo pretendiente como Amazon, que cuya posición estructural le permite hacer exactamente lo mismo.
El éxito del PC y la Web y sus características generadoras hicieron posible un estallido de innovación y comunicación. El software se instalaba máquina a máquina: una relación entre muchos fabricantes de software y usuarios. Las páginas podían aparecer en cualquier lugar de la red: una relación entre muchos webmasters e internautas. Ahora la actividad se concentra alrededor de un puñado de portales: dos o tres fabricantes de sistemas operativos que están en una posición de manejar todas las aplicaciones (y su contenido) de forma continua, un menguado grupo de proveedores de servicios en la nube como Amazon que pueden proporcionar a los reacios a este sistema un lugar para montar una página web o un blog. 
Tanto los creadores de software como los usuarios deberían ser más exigentes. Los desarrolladores deberían buscar formas de llegar a sus usuarios sin trabas, a través de las plataformas que aún son abiertas o mediante presión sobre los términos impuestos por las plataformas cerradas. Y los usuarios deberían estar dispuestos a probar los caminos de quienes “van por libre” en las plataformas que aún lo permiten, regresando al espíritu original del PC, quizá amplificado por sistemas que permitan hacer pruebas de las aplicaciones en un aparato sin entregar las escrituras de la casa. Si dejamos que nos sumen en la satisfacción de los jardines cerrados, nos perderemos las innovaciones que rechacen los jardineros y nos expondremos a la censura de código y contenido que antes era imposible. Necesitamos unos cuantos cerebros cabreados.
Jonathan Zittrain es profesor de derecho e informática en la Universidad de Harvard (EE.UU.) y autor de The Future of the Internet - and How to Stop It.
Copyright Technology Review 2011.

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